La Historia de Navidad que Vivimos: Los Dones de Dios a lo Largo de Nuestros Caminos Más Difíciles
¿Alguna vez has hecho un viaje largo por carretera que te dejó completamente exhausto cuando por fin llegaste al hotel o a tu destino? Recuerdo uno en particular: tres días completos en la carretera mientras tenía ocho meses de embarazo. Acababa de enterarme de que a mi padre solo le quedaban unos días de vida y, como ya no podía volar, mi esposo y mi hermana se comprometieron a manejar conmigo hasta Florida. Nos deteníamos cada dos horas para que yo pudiera estirarme y caminar un poco, y aun así fue extenuante; cuando estás tan avanzada, todo se siente como un obstáculo. Sin embargo, cada noche sabía que podía esperar con ansias un baño caliente y una cama suave esperándome.
Es casi imposible comprender por completo lo que María debió haber sentido, llegando al final de ese agotador viaje solo para ser rechazada. Imagina esos últimos kilómetros, cada paso más pesado que el anterior, aferrándose a la esperanza de que en algún lugar más adelante habría un cuarto, una cama, un lugar seguro para descansar, solo para encontrarse con las palabras aplastantes: no hay lugar para ustedes aquí.
Qué profunda gratitud debieron haber sentido cuando finalmente se abrió un lugar de descanso, aunque fuera un humilde establo. Y poco después, llegaron los pastores y los Magos, regocijándose y dando testimonio del nacimiento de Jesús.
Después de todo lo que habían soportado, solo puedo imaginar lo profundamente que José y María debieron haber apreciado la llegada de estos invitados inesperados, enviados del cielo, que se alegraban con ellos, afirmaban el cuidado de Dios y adoraban junto a ellos.
Hace seis años, toda nuestra familia voló a la República Dominicana para celebrar el cumpleaños de 100 años de mi abuela. Pero casi tan pronto como llegamos, mi hija tuvo fiebre y tuvo que quedarse en el hotel con mi esposo. Al día siguiente su temperatura subía y bajaba de manera impredecible, y aun así seguimos con nuestros planes, viajando cuatro horas a un pueblo más pequeño donde teníamos programado dirigir varios de nuestros programas y entrenamientos. Íbamos con algunos amigos, entre ellos un médico, lo cual nos dio cierto consuelo, creyendo que él nos guiaría si su condición empeoraba.
Durante el largo viaje en autobús, su fiebre se negó a bajar, y cuando por fin llegamos, nuestro afiliado local venía retrasado. Fue solo uno de varios contratiempos que demoraron nuestros esfuerzos por llevarla al hospital. En ese torbellino de miedo e incertidumbre, la presencia tranquila y firme de una pediatra amable y segura de sí mismo —quien con delicadeza nos dijo que era neumonía y explicó el tratamiento— se convirtió en un ancla para nosotros, apaciguando nuestros temores y fortaleciendo nuestros corazones justo cuando más lo necesitábamos.
Incluso después de que la admitieron, las pruebas no terminaron. El huracán María amenazaba la isla, nuestro equipo nos urgía a salir lo antes posible, y nosotros intentábamos cumplir con nuestros compromisos mientras nuestra hija de seis años yacía en una cama de hospital. En medio de todo, durante una simple pausa para tomar café en el pasillo, una enfermera que entraba a su turno notó mi angustia. Se detuvo, preguntó cómo estaba, y con solo unas cuantas palabras llenas de compasión, ministró a mi corazón y levantó mi espíritu cansado.
El día antes de partir, logramos facilitar un seminario con parejas que se habían reunido de unas diez iglesias de las aldeas cercanas. Era la primera vez que las parejas se reunían para una ocasión así, y dejaron de lado la amenaza inminente del huracán para hacerlo. Su participación y gratitud nos ministraron ese día.
En el viaje de regreso en autobús, uno de los pasajeros se levantó de repente y, con una voz llena de convicción, derramó palabras desde lo más profundo de su corazón buscando calmar a todos del miedo y la ansiedad que llenaban el aire debido al huracán. Y aun en las últimas horas de nuestro viaje, sentados en un pequeño restaurante del aeropuerto, un trabajador amable notó el ataque de tos de mi hija, buscó miel y limón, y le preparó con cariño un remedio solo para ella.
Se sintió como un relevo sagrado de bondad, cada persona tomando su turno para cargarnos cuando estábamos demasiado cansados para seguir adelante por nuestra cuenta. Cada encuentro se convirtió en un testimonio vivo de Su favor, una serie de citas providenciales, seleccionadas por Dios, para rodear a nuestra familia con cuidado en cada paso del camino.
No había conocido a ninguno de estos amables desconocidos antes de este viaje, así como María y José nunca habían conocido a los pastores o a los Magos; sin embargo, como ellos, cada uno respondió al llamado de Dios y entró en nuestra historia en el momento exacto.
Hay temporadas en las que Dios nos invita a abrir los brazos, a ofrecer hospitalidad, extender bondad en medio de su lucha o alegrarnos con sus logros. Y hay temporadas en las que nos encontramos del otro lado de esa gracia, siendo nosotros los que desesperadamente necesitamos ser cargados, consolados y cuidados.
Mirando hacia atrás, ¿puedes trazar la mano y los propósitos de Dios a través de temporadas que desafiaron tu entendimiento?
Al entrar en esta temporada navideña, quisiera invitarte a acercarte a Jesús y a prestar atención al llamdo del Espíritu Santo: a ser un pastor para el viajero cansado y un Mago que ofrece generosamente sus dones. La Navidad es, en su esencia, una historia de generosidad desbordante y de profunda redención: Dios con nosotros. Gracias a Él, podemos confiar en que cada lucha y cada camino difícil tiene un propósito, y podemos descansar en la esperanza que tenemos en Cristo.
En los viajes de la vida, podemos perder nuestro equipaje, nuestro temperamento, nuestro autocontrol, incluso nuestro sentido de dirección; pero gracias a la Navidad, nunca perdemos nuestra esperanza.